La democracia goza de una aceptación casi global, pero presenta una serie de problemas a la hora de ponerla en funcionamiento. A pesar de ello, cada vez son más los países que se adhieren a las olas democratizadoras. Para Morlino (2009) la democratización “ha sido el conjunto de los acontecimientos políticos de mayor relevancia en las últimas décadas”.
Más allá del debate teórico respecto a los principales retos que enfrenta la democracia, es conveniente destacar algunos aspectos importantes relacionados con el papel de los jueces, su relación con los políticos y sus implicaciones para la calidad democrática de un sistema político.
Si se asume la definición mínima de democracia, para que un régimen político sea considerado como democrático debe reunir, al menos, las características siguientes: sufragio universal; elecciones libres, competitivas, regulares y limpias; más de un partido político y fuentes de información diversas y alternativas (Morlino 2009: 184), así como una estructura institucional estable que haga posible la libertad e igualdad de los ciudadanos mediante el funcionamiento adecuado de sus instituciones (Morlino, 2007: 5).
Ante la relevancia que juegan las elecciones en las democracias, resulta imprescindible que los países cuenten con instituciones, instrumentos y mecanismos que generen confianza y doten de seguridad y certeza jurídicas a sus procesos electorales. Así, las instituciones electorales encargadas de llevar a cabo la organización, ejecución y sanción de las elecciones deben gozar de independencia y autonomía y actuar con absoluta imparcialidad. Para ello, se requiere que sean designados como integrantes de esas instituciones no sólo los ciudadanos que cuenten con altos méritos académicos y profesionales, sino aquellos que además tengan probada capacidad de ser actores imparciales. Consecuentemente, la responsabilidad de seleccionar a los titulares de las instituciones electorales constituye un aspecto clave para la calidad democrática de un sistema político.
El prolongado debate que se ha suscitado con motivo de la relación existente entre el poder político y el poder judicial, es sin duda fiel reflejo de la enorme complejidad que implica su abordaje. El estudio sobre la relación entre estos poderes puede efectuarse desde diferentes puntos de vista (Taruffo, 2005: 9). Sin embargo, son dos los temas que tanta polémica han generado y, por ende, llaman fuertemente la atención: la judicialización de la política y la politización de la justicia.
Escapa al objeto de este artículo detallar el recorrido histórico sobre el vasto e interesante debate producido, desde diversas disciplinas, en torno a la judicialización de la política y la politización de la justicia. En cambio, sí resulta indispensable precisar, para los fines perseguidos en este artículo, qué debe entenderse cuando se alude a uno u otro tópico.
La judicialización de política se entiende como el producto de la nueva distribución de competencias entre los distintos órganos del gobierno, a través de la cual se ampliaron las facultades del poder judicial para conocer y resolver, además de los asuntos que tradicionalmente le han correspondido, sobre determinadas cuestiones que antes se encontraban exclusivamente reservados, para su decisión, a los órganos de naturaleza política. Esta función le ha sido conferida especialmente a los Tribunales Constitucionales u órganos judiciales que, sin alcanzar esa nomenclatura, ejercen funciones equivalentes de control constitucional y de control de la actividad política.
La politización de la justicia se entiende como las acciones desplegadas por los distintos actores (políticos, judiciales, económicos, sociales, medios de comunicación, grupos de interés, etc.) en su afán por controlar estratégicamente a los altos órganos jurisdiccionales, a fin de resguardar sus intereses cuando se encuentren en el centro de una disputa o conflicto judicial, eliminar o neutralizar a los adversarios políticos o generar contrapesos extralegales en sus relaciones con el poder político [1].
El debate entre la judicialización de la política y la politización de la justicia se sitúa entre los que, por un lado, indican que los órganos jurisdiccionales que ejercen funciones de control constitucional y control de la actividad política, son garantía de moderación y prudencia frente a los excesos de la política, convirtiéndose en un espacio de reserva de racionalidad necesaria y los que, por otro lado, cuestionan que la última palabra, sobre asuntos políticos de gran importancia, la tengan funcionarios no electos directamente por los ciudadanos como son los jueces, máxime cuando el poder judicial no siempre ha sido garantía de imparcialidad y vigencia del Estado de derecho (Ansolabehere, 2005).
No está sujeto a debate que la contienda política constituye el espacio público en el cual los distintos actores persiguen acceder al poder, o bien, mantenerse en su ejercicio. Ante ello, los ciudadanos para evitar los abusos de los actores políticos disponen de dos instrumentos para su protección: la democracia y el Estado de derecho (Maravall, 2003: 169).
Así, la democracia se ha convertido en el canal institucional que les permite a los ciudadanos elegir a quienes habrán de representarlos y gobernarlos y, por consiguiente, a través de ese medio tienen la posibilidad de ratificar o castigar a sus gobernantes o a sus partidos políticos cuando se celebran elecciones. En este sentido, O´Donnell (2007) señala que los ciudadanos al ejercer libremente sus decisiones electorales, no sólo son portadores de determinados derechos, sino que son el origen y justificación del poder sobre el que descansa la autoridad del Estado y el gobierno para tomar decisiones colectivamente vinculantes (O´Donnell, 2007: 183).
Por su parte, el Estado de derecho busca imponer límites legales a la discrecionalidad política de los gobernantes entre una elección y otra (Bobbio, 1994: 18[2]; Elías Díaz, 1998: 29; Maravall, 2003: 169). Al respecto, Elías Díaz (1998) señala que “el Estado de derecho es el Estado sometido al derecho, cuyo poder y actividad vienen regulados y controlados por la ley” (Elías Díaz, 1998: 29).
Desde el plano teórico, existe consenso que el Estado de derecho es uno de los atributos de gran relevancia de la calidad de la democracia (O´Donnell, 2007: 179). Empero, desde el plano teórico y empírico, también existe consenso de que los distintos actores, para materializar sus aspiraciones de llegar al poder, mantenerse en su ejercicio o generar contrapesos extralegales en sus relaciones de poder, no escatiman esfuerzos, ni recursos, en aras de controlar estratégicamente a las sedes judiciales, o bien, a los órganos que controlan la actividad política en sus distintas dimensiones.
La importancia de las funciones de control constitucional y control político que, dentro de la lucha por el poder, le han sido encomendadas a las sedes judiciales, los ha convertido en actores clave y estratégicos dentro del sistema constitucional y democrático. Esa es la razón por la cual los distintos actores, sabedores de la importancia que juegan esos órganos en las nuevas relaciones institucionales, entre éstas y los ciudadanos y entre éstos últimos, realizan acciones, a partir de las debilidades que presenta el propio diseño institucional, con la finalidad de influir importante y permanentemente sobre esas sedes, a pesar de que ello represente, como lo sostuvo Maravall (2003), “un atentado contra la democracia, o bien, altere las reglas y condiciones de la competencia política” (Maravall, 2003: 170).
El control estratégico de las instituciones jurisdiccionales encargadas de ejercer el control constitucional y el control de la actividad política no solo garantiza la obtención de decisiones judiciales favorables cuando estén de por medio sus intereses, eliminar o neutralizar al adversario político o generar contrapesos extralegales con el poder político, sino también permite impedir que emerjan a la luz pública aquellos actos ilícitos en los que hubieran participado, de manera tal, que los ciudadanos se encuentren impedidos de sancionarlos electoral o cívicamente por la comisión de esas acciones[3].
Así, la democracia y el Estado de derecho pueden verse sometidos por la política (Maravall, 2003: 175). Una de las estrategias a la que más recurren los actores que integran los órganos políticos de origen democrático, por su alto grado de efectividad, consiste en emplear la representatividad que les ha sido conferida por la ciudadanía vía sufragio —sea en forma individual o a través de alianzas con otros actores[4]— con la finalidad de controlar el proceso de selección de los jueces constitucionales, a fin de designar a toda costa a sus más cercanos colaboradores o representantes, en lugar de seleccionar a quienes se encuentren comprometidos con la defensa de los valores fundamentales establecidos en el orden constitucional. De esta manera, la democracia y el Estado de derecho como instituciones políticas quedan sometida a la actividad de los políticos que han sido elegidos como representantes populares[5].
Los efectos de esta estrategia política se verán reflejados en decisiones judiciales mediante las cuales se alteren las reglas y condiciones de la competencia política, incluso en contra de lo establecido en la Constitución y la propia democracia, con lo cual harán sucumbir el Estado de derecho.
Si los actores políticos pueden socavar el Estado de derecho con instrumentos democráticos, o bien, si a través del Estado de derecho se puede atentar contra la democracia y, por consiguiente, alterar las condiciones de la competencia electoral (Maravall, 2003: 173) entonces la combinación entre democracia y Estado de derecho es una simple ilusión ideológica.
Consecuentemente, los jueces constitucionales elegidos bajo este ambiente de control político no se apreciarán como defensores del orden constitucional y democrático, sino como representantes de los intereses de los actores que los impulsaron en su designación. En función de ello, esos funcionarios judiciales emplearán todas las herramientas a su alcance ―legales y extralegales―, con la finalidad de representar fielmente los intereses de sus promotores. Es decir, defenderán en sus decisiones judiciales intereses políticos encubiertos, aun cuando con ello atenten en contra de lo establecido en la Constitución y la democracia.
Es importante destacar que las alianzas creadas, entre promotores y promovidos, durante la selección de los jueces constitucionales no siempre son duraderas. Incluso, algunos de ellos —después de haber sido elegidos— sabedores de la importancia política que tiene el papel que desempeñan, se moverán estratégicamente y pactarán su comportamiento judicial en función de la naturaleza de los asuntos en conflicto, la agenda política, la fuerza electoral que cada uno de los actores políticos vaya teniendo a lo largo del tiempo, los intereses económicos que haya de por medio, protección e impunidad, así como el compromiso futuro de ser ratificados o promovidos a otros cargos de naturaleza similar o superior, entre otros aspectos, por lo que es posible observar, a lo largo del tiempo, la constante formación de alianzas de jueces con los distintos actores políticos, económicos, sociales, etcétera, aun cuando éstos no hayan sido quienes los impulsaron para acceder al cargo.
Lo anterior se encuentra relacionado con uno de los temas que tanto debate ha generado, la amplia facultad que tienen los jueces constitucionales para interpretar el orden constitucional, así como el enorme margen de discrecionalidad que poseen al realizar esa labor, pues a través del ejercicio de esa función han logrado encontrar el espacio institucional para encubrir, en sus decisiones judiciales, los intereses de los actores que los impulsaron en su designación o con los que, según el contexto político y electoral, vayan estableciendo alianzas.
De esta manera, la función de la defensa del orden constitucional y el control de la actividad política depositada a favor de esas instituciones queda, muchas veces, subsumida a los intereses de los distintos actores que participan el proceso político o de los propios jueces constitucionales, lo cual convierte a esas sedes en armas contra la Constitución, la democracia y el Estado de derecho.
El control político sobre el poder judicial y los órganos encargados de controlar la actividad política, resulta más evidente cuando el sistema de rendición de cuentas no opera materialmente, a pesar de encontrarse consagrado a nivel constitucional y desarrollarse en la ley procedimientos y formalidades para llevar a cabo la función de control. Esto es, si la selección de los jueces constitucionales recae en uno o más de los órganos políticos que, entre otros aspectos, tiene la función de controlar la actividad judicial de esas sedes judiciales, entonces difícilmente llamarán a rendir cuentas a los jueces constitucionales por los actos antijurídicos que realicen si antepusieron los intereses de sus promotores o aliados en turno, sobre el marco constitucional y democrático, con lo cual en lugar de abonarse a un sistema efectivo de pesos y contrapesos, se fomenta un círculo nocivo de favores, complicidades, corrupción e impunidad.
En función de lo anterior, se comparte la afirmación realizada por Elías Díaz (1988) al sostener que no todo Estado es Estado de Derecho. Esto es, “todo Estado crea y utiliza un derecho, por tanto, todo Estado funciona con un sistema normativo jurídico. En nuestros días resultaría complejo imaginar la existencia de un Estado sin derecho, un Estado sin legalidad”. Consecuentemente, la afirmación respecto a que no todo Estado es Estado de derecho, cobra vigencia porque la existencia de un orden jurídico, de un sistema de legalidad, no autoriza a hablar sin más de Estado de derecho (Elías Díaz, 1966: 29).
A casi un siglo de que fuera publicada la obra de Hans Kelsen “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?”[6] ―la cual debe considerarse como el Acta Fundacional de los Tribunales Constitucionales― se debate con gran intensidad en torno a la viabilidad de los Tribunales Constitucionales, logrando congregarse miles de interrogantes, pero las respuestas siguen siendo insatisfactorias y el problema de hecho continúa sin resolverse.
Nótese que Kelsen (1931) dejó abierta la posibilidad de debatir en torno a la viabilidad de la institución que propuso para el ejercicio de la función de la defensa de la Constitución, al considerar que «nadie afirmará que dicha institución es, en toda circunstancia, una garantía absolutamente eficaz» (Kelsen, 1931:15). Asimismo, llama fuertemente la atención que sobre la selección de los jueces constitucionales Kelsen (1931) únicamente haya referido que éstos debían ser “convocados de alguna manera” (Kelsen, 1931:15).
El cuestionamiento respecto a si debe o no ser controlada la constitucionalidad de los actos (acciones u omisiones) de los órganos jurisdiccionales que ejercen el control constitucional y el control de la actividad política, se ha ubicado en el espacio central del debate académico y político. Después de todo, al igual que los otros poderes políticos de los distintos órdenes, forman parte de esos órganos del gobierno que deben estar subordinados a la Constitución.
A pesar de que existen argumentos a favor de otorgar la labor de control constitucional y de la actividad política a los Tribunales Constitucionales siempre que sean autónomos, independientes e imparciales, aún se debate fuertemente respecto a elementos que integran cada uno de esos atributos esenciales en el ejercicio de la función judicial. Y hoy, más que nunca, sigue vigente la pregunta si ¿los Tribunales Constitucionales constituyen esa instancia neutral para controlar el ejercicio del control constitucional y de control del poder político? Después de todo, resulta paradójico que se admita y se enlisten los enormes inconvenientes de depositar la función de la defensa de la Constitución en el Ejecutivo o en el Legislativo, pero se rechacen los efectos perniciosos que se producen al conferir esa función en los Tribunales Constitucionales.
El debate respecto a qué órgano debe ser el defensor de la Constitución se replica momento a momento. Los argumentos suelen ser los mismos. La única diferencia constatable es el órgano al que pretende conferirse esas funciones y, por consiguiente, será sobre el que se dirijan los ataques. De esta manera, primero fue hacia el Monarca, posteriormente hacia el Parlamento, después hacia el jefe del Gobierno y, ahora, hacia los Tribunales Constitucionales En este sentido, podría decirse que, si no se planteara el problema de una transgresión a la Constitución por parte de los Tribunales Constitucionales, la fórmula que los proclama como defensores de la Constitución, sería, sin duda, impensable.
En las últimas décadas, se ha trabajado mucho en el fortalecimiento institucional de los Tribunales Constitucionales para que gocen plenamente de autonomía, independencia y actúen con absoluta imparcialidad. Sin embargo, en muchos casos, lo único que se ha logrado es que esas sedes judiciales asuman total y absoluta independencia respecto a la Constitución, lo cual constituye un tema abierto en el debate y representa un verdadero reto para el funcionamiento de las instituciones, la defensa de la Constitución y la aplicación de las reglas democráticas en los sistemas políticos contemporáneos. Continuará…
Notas a pie de página: [1] A medida que los países crean instituciones para controlar la actividad política en sus distintas dimensiones, el intento por ejercer control político se desplazado estratégicamente hacia esas nuevas sedes. [2] Bobbio (1994) señala que por “Estado de derecho se entiende en general un Estado en el que los poderes públicos son regulados por normas generales (las leyes fundamentales o constitucionales) y deben ser ejercidos en el ámbito de las leyes que los regulan [...]. En la doctrina liberal, Estado de derecho no sólo significa subordinación de los poderes públicos de cualquier grado a las leyes generales del país que es un límite puramente formal, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y por tanto en principio “inviolables””. (Bobbio, 1994: 18-20). [3] O´Donnell (2007) señala que “para los actores políticos, lo primero y, probablemente, lo más importante para sus fines sea el impacto electoral de sus acciones. Bajo esta concepción, el principal objetivo de aquellos son los electores, no los ciudadanos, excluyendo de la democracia la dimensión de la ciudadanía plena, que no sólo es política, sino también civil, social y cultural” (O´Donnell, 2007: 14). [4] Para los actores políticos no siempre es sencillo alcanzar los acuerdos necesarios para superar las mayorías constitucionales o legales exigidas para la designación de los jueces constitucionales, lo cual requiere que negocien los espacios que a cada uno de ellos les corresponderá y votar favorablemente las propuestas de los otros actores, aun cuando no estén de acuerdo con ellas, a cambio de que las suyas no sean rechazadas. Esto se denomina comúnmente como sistema de distribución de cuotas partidistas. [5] Nótese que esta práctica no es exclusiva de los partidos políticos, cada vez es más frecuente que otros actores (judiciales, económicos, sociales, medios de comunicación, grupos de presión, etcétera) busquen impulsar, a través de los canales institucionales establecidos, a sus más próximos representantes en aras de controlar esas sedes, sea porque sus actividades también son reguladas por esas instituciones, o bien, porque desean encontrar mecanismos informales de control estratégico sobre los políticos. Sin embargo, estas prácticas también resultan nocivas para la democracia y el Estado de derecho. [6] Kelsen, H. (2002). ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? España: Tecnos
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